Construir el arte de levantarnos

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Cuando oímos la palabra construcción, se piensa exclusivamente en cosas materiales. Viene a la cabeza una obra, un edificio en marcha o una carretera recién terminada e inaugurada, por cierto, cuestión última que no se estila en Tenerife. Pero construir va mucho más allá. Es una acción profundamente humana, porque nos acompaña desde que nacemos hasta que nos vamos definitivamente. Desde que el ser humano empezó a levantar refugios para protegerse del frío o del miedo, aprendió también a levantar algo más, su propio destino.

Es una forma de vivir. No se trata solo de poner materiales diversos unos sobre otros, sino de tener una idea, imaginar un futuro y trabajar para hacerlo realidad. Cada ciudadano, a su manera, construye algo, una familia, una carrera profesional, una amistad, una identidad, una esperanza. Y lo hace con los elementos que tiene a mano, como el tiempo, emociones, experiencias y contando con los errores.

Construir no es solo un verbo físico sino de vivencia empírica. Un acto íntimo, pero a la vez social. Cada vez que alguien se levanta de una caída está construyéndose. Cuando se propone aprender algo nuevo, dejar atrás un miedo o reconciliarse con su pasado, también está construyendo. No se necesitan planos ni herramientas, basta con la voluntad de crear algo mejor. Es la rehabilitación, reforma, conservación y mantenimiento, que se concreta en lo que se llama economía circular.

Lo bonito de la construcción humana es que nunca termina. No hay un edificio final que se declare así. Siempre estamos cambiando algo, una idea, una emoción que madura, una relación que se fortalece. A veces tiramos muros interiores para dejar pasar más luz, otras, reforzamos los cimientos para que las tormentas no puedan tumbarnos y en ese proceso de obras constantes, vamos entendiendo que la vida no es tanto el resultado final, como el propio acto de levantarse diariamente.

Construir también significa cuidar. No se construye nada valioso sin atención, sin mimo, sin paciencia. Igual que una casa necesita mantenimiento, nuestras ilusiones también se agrietan si no las cuidamos. Un proyecto personal, una amistad, incluso la paz interior, requieren revisiones, ajustes y reparación de daños. Esa constancia es lo que nos convierte en verdaderos constructores de vitalidad.

Además, construir es una forma de resistencia. En tiempos difíciles, cuando todo parece venirse abajo, seguir construyendo, aunque sea algo pequeño, es un acto de fe y fortaleza. Es decirle al mundo “aún creo en el futuro”. Puede ser plantar una semilla, escribir unas líneas, ayudar a alguien, volver a empezar. No hay obra más importante que esa, la convivencia armoniosa.

Por eso, construir no pertenece solo al mundo de la ingeniería, la empresa, economía o la arquitectura. Es un verbo que habla de la esencia misma del ser humano: la necesidad de crear, de dejar huella, de mejorar el entorno y mejorarse a sí mismo. En el fondo, todos somos constructores de lo invisible, levantando día a día la estructura de lo que queremos llegar a ser.

Y si lo pensamos bien, cada construcción, por pequeña que sea, cambia el paisaje del mundo. Una palabra amable, un gesto de confianza, una idea que inspira a otros, a veces basta con un sueño bien plantado, una intención clara y la perseverancia de quien no se rinde. Es levantar muros y techos, pero también la mirada. Proyectar un propósito, trazarlo con esfuerzo. Es un proceso que mezcla emoción e inteligencia. Y quizás ahí está el verdadero significado de la construcción, no en lo que levantamos hacia afuera, sino en lo que edificamos por dentro.

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