Artículo de Opinión de Oscar Izquierdo

En un rincón luminoso de los altos de Arafo, donde los pinos se mecían como viejos sabios y el viento llevaba noticias de un lado a otro, vivía una laboriosa colmena de abejas. Aquella comunidad era conocida por la armonía con la que trabajaba, cada abeja, desde la más joven hasta la reina, tenía un propósito claro y todas sabían que el fruto de su esfuerzo era el bienestar común. La convivencia armoniosa.
Entre ellas destacaba Auxiliadora, una abeja curiosa y siempre dispuesta a aprender. Observaba la vida con ojos atentos, como si cada vuelo encerrara una pregunta importante o una incógnita a resolver. Para ella, trabajar no era sólo recolectar polen, era la oportunidad diaria de descubrir algo sobre sí misma, de comprobar hasta dónde podía mejorar, cuánto podía aportar y qué significaba ser parte de algo más grande que sus propias alas, de su individualidad.
Ayoze era diferente, un zángano que, aunque fuerte y ágil, dedicaba sus días a buscar atajos. Nunca estaba conforme con nada, murmuraba que trabajar era una condena y repetía, como un mantra cansino, que la colmena siempre pedía más de lo que él estaba dispuesto a dar. Aprovechaba cualquier descuido para evitar sus tareas y cuando podía, cargaba sus responsabilidades sobre el lomo ajeno. Decía siempre ¿para qué esforzarse?. La vida está para disfrutar, no para agotarse en tantas obligaciones. Las abejas obreras, pacientes por naturaleza, solían responderle con prudencia, “el trabajo nos construye”.
Pero él se reía, con el zumbido burlón del listillo. Pasó el tiempo y la cosecha de flores de aquel año fue especialmente abundante. Todas las abejas estaban entusiasmadas, miel para alimentar, almacenar, crecer. El zángano aprovechó la abundancia para esconder su desinterés. Fingía vuelos largos, regresaba con las patas vacías y justificaba su pereza acusando a otros de lo que él mismo no hacía.
Desde arriba, la reina observaba. No con dureza, sino con esa mezcla de tristeza y claridad que tienen los líderes sabios. Comprendía que la traición de Ayoze no era sólo hacia la colmena, era, sobre todo, una traición hacia sí mismo. Porque quien desprecia el trabajo como una simple obligación termina por empobrecer su espíritu, sin darse cuenta de que en cada tarea bien hecha hay dignidad.
Un día, una tormenta inesperada sacudió el valle. Los pétalos se cerraron, los vientos derribaron panales enteros y el bosque se oscureció. La colmena, unida, se apresuró a proteger lo que habían construido. Auxiliadora voló entre ráfagas de viento ayudando a las más débiles a regresar a casa, mientras otras abejas reforzaban los muros con gotas de miel endurecida. Ayoze buscó refugio, no en su colmena, sino en un tronco hueco, sólo para sí. Temió por su vida, pero más al hecho de que no había aportado nada.
Cuando la tormenta pasó, la colmena estaba dañada, pero seguía en pie gracias al esfuerzo común. La reina reunió a todas y habló con voz serena: “el trabajo no nos fue dado para cansarnos, sino para transformarnos. Quien no trabaja en común, se pierde a sí mismo traicionando la confianza del grupo”. El desleal avergonzado pidió volver. Pero la reina negó con suavidad, “el que no se respeta a sí mismo, difícilmente puede honrar el valor de los demás”.
Y así, la colmena siguió adelante. Auxiliadora creció en sabiduría y todas aprendieron que trabajar es mucho más que producir, es crecer hacia dentro, honrar al conjunto y descubrir la importancia de la responsabilidad. La moraleja de este cuento podría ser, “quien ve el trabajo como una carga disminuye, quien lo entiende como una oportunidad engrandece.
