Reclamar con brío

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Pedir, exigiendo con derecho o con instancia algo debe ser una obligación, como mínimo ética, ante cualquier atropello, despropósito, incapacidad o abuso de la autoridad constituida en el entorno que sea. Conminar lo que corresponde es de justicia que nunca debe obviarse, porque no se puede hacer dejación ya que sería darse por vencido. Rehuir lo que hay que exigir es de cobardes, apartando la responsabilidad personal o la que tiene cualquier entidad, escondiéndose en mil disculpas, que sólo saca a la luz del día, el encogimiento irresoluto de los que hablan mucho, protestando de palabra y hacen poco, evitando ejercer materialmente la demanda.

Lo dicho viene a cuento, sobre la espantosa burocracia que aguantamos, tolerándola a la fuerza o por complicidad según sea el caso. Hay que protestar haciendo las reclamaciones pertinentes una y otra vez, sin cansancio, tanto a la propia Administración Pública en sí misma, como pidiendo la responsabilidad patrimonial del empleado público, que no cumple con la productividad a la que está sometido por sus obligaciones funcionariales, el sueldo que gana y la categoría que ostenta. Los ciudadanos o las empresas podemos exigir directamente las correspondientes indemnizaciones por los daños y perjuicios causados por las autoridades o personal a su servicio, si hubieran incurrido, en cualquier asunto, expediente o licencia, en dolo, culpa o negligencia grave. Hay que empezar a poner sobre la mesa el grado de culpabilidad, así como la responsabilidad profesional del que pertenece a la Función Pública y su relación con la producción del resultado dañoso.

Un ejemplo, en un hospital de referencia de Tenerife, había que realizar una resonancia magnética a una persona con una enfermedad difícil, que llevaba pedida desde hacía bastantes meses. El día y hora que tenía puesto, ya de noche, se presentó la persona afectada y a la entrada del edificio, el celador, con mucha educación, le preguntó a que había ido. El enfermo le dice lo que corresponde y entonces empieza la odisea, ya que su nombre no aparece en la lista de pruebas a realizar ese día, aunque el anterior, había recibido en su teléfono un recordatorio de lo que tenía que hacerse al día siguiente, mensaje que le enseñó al celador. Este al no entender lo que pasaba, le sugirió que subiera directamente al servicio correspondiente para intentar aclarar lo incomprensible. Atendido por una enfermera, también amablemente, que una y otra vez, iba y venía a la sala de espera, diciéndole que allí no aparecía su nombre por ningún sitio. Después de un tiempo prolongado, ya bastante tarde, sale la doctora que, con mucha educación e indignada, le dice, que después de estar viendo todo, se percataron que le habían cambiado el día y la hora y no se lo habían comunicado correctamente. La persona afectada le dijo a la doctora que bueno, que ya iría al día siguiente.

Ante su sorpresa, la profesional de la medicina, con mucho enojo sano, le dijo que no se fuera sin hacer la correspondiente reclamación. Ya que lo sucedido estaba pasando con relativa frecuencia y que venían en guagua gente del norte y del sur, personas mayores, que también sufrían ese despropósito y que si todos se callaban bajando la cabeza, los de “arriba” como los denominó textualmente, nunca se iban a enterar de lo mal que estaba funcionando la cita previa y así nunca se solucionaría, sólo serviría para que ellos presumieran de una buena gestión, mentirosa, al no aparecer por ningún lado queja alguna. En la primera planta, antes de abandonar el hospital, no quedó registrada la correspondiente protesta. Hay que rebelarse, sin temor, contra la mala gestión.

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